Memoria celular

Elisa, la bisabuela que nació en el barco que traía a mi tatarabuela de Suiza. Es jovencísima. Mira más allá de la cámara con sus ojos de cristal y el peinado banana. El cuello del vestido abotonado hasta arriba le resalta los pómulos. Parece ser 1920.

Catalina, la bisabuela de nombre castellanizado que dejó Irlanda para casarse con un criollo de apellido vasco. Se la ve sentada en un otomán, con su hermana de pie a su lado. Las dos con los vestidos ceñidos al corset y peinados de elaboración. Ese vasco criollo que le dejó unos diez hijos y que salía a bailar a las milongas con un cuchillo de guapo.

Leonor, la abuela de rostro alemán sentada en la playa de Mar del Plata, cerca de 1940. Posa con las piernas de costado en traje de baño, cubriéndose con una túnica blanca. Tiene los ojos brillantes, la boca pintada de rojo y una sonrisa feliz.

Dicen que las células recuerdan la historia de los antepasados. Atesoro estas tres fotos antiguas que me dejan espiar el rostro de estas tres mujeres. Qué privilegio esta encarnación impresa en papel. Cuando no hay fotos ni tumbas, solo me queda imaginar la filigrana que forma este tejido: la Perasso, la bisabuela genovesa; la bisabuela andaluza cuyo nombre no recuerdo, que cuidaba sus olivares y se casó con Manolo en Buenos Aires en 1900. Lemos, el otro bisabuelo criollo que hacía política el siglo pasado.

Es una locura que en algunos continentes la gente se pueda dibujar en un árbol que llega a tirar raíces doscientos, trescientos años antes. Cuando me preguntan

(llevo en los huesos tanto desarraigo, migración, dolor y renacer)
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